Este fin de semana, el activismo me ha llevado a Madrid. Justo el último día, he tenido la gran suerte de poder compartir unas horas de risas y charlas con mis queridas Kali y Farala. Esta última y yo, como de costumbre, nos adentramos en una ardua conversación, delicada donde las haya. Toda conversación que trate de violencia y de dolor ajeno es, en esencia, delicada. Voy a intentar abrir aquí el debate sin herir sensibilidades. Para empezar, sin herir la mía propia, porque, a pesar de haber vivido una relación lésbica violenta y destructiva de la que no sabía cómo salir, hoy por hoy he entendido que no debemos desvirtuar la Violencia de Género. Pero entremos en debate y reflexionemos.

Tengo claro que el ser humano – mujeres y hombres- es bueno, malo,  violento, agresivo, manipulador, cariñoso, despegado,  frío, tierno. Ambos sexos indistintamente. Partiendo de ahí, establecemos todo tipo de relaciones: buenas, malas, violentas, agresivas,  manipuladoras,  cariñosas, despegadas, frías, tiernas. Esto es un hecho. Independientemente del sexo que tengamos,  las personas podemos ser de muchas formas: desde lo más bueno hasta lo más malo, pasando por todos los matices intermedios. Y las mujeres también. Recalco esto para no caer en la premisa machista de que todas las mujeres somos «buenas, serviciales y cariñosas». Habrá quien sea así, habrá quien no. Las mujeres son malas, buenas, peores o mejores. Como seres humanos, hay de todos los tipos.

Por otra parte, no me cabe la menor duda -y supongo que a nadie entre quienes me leen le pueda caber- de que cuando una mujer lesbiana reproduce el rol masculino en su faceta más machista imaginable y atenta contra su pareja mujer -que tal vez asuma (o no) el papel femenino heteronormativo-, reproduciendo e imitando actitudes y conductas violentas, de manipulación y de malos tratos psíquicos y físicos; no me cabe la menor duda -repito- de que eso es v i o l e n c i a. Con todas sus letras.

Ahora bien, es cierto que esa relación de violencia se produce entre iguales: dos mujeres son dos mujeres en todas las dimensiones sociales. Pueden tener dos caracteres distintos como seres humanos que son, pueden entablar entre ellas relaciones en las que una manipula y la otra obedece; pero ambas cuentan, socialmente, con el mismo reconocimiento en cuanto al género que les confiere la sociedad.

Sin embargo, no ocurre lo mismo cuando esta relación manipuladora y violenta la ejerce un hombre hacia una mujer. ¿Por qué? Pues por el simple hecho de que la sociedad confiere al hombre un estatus de superioridad que no confiere a la mujer. El hombre está socialmente empoderado y el sistema social en que vivimos está estructurado de tal forma que se le otorga al hombre potestad para dominar -y, por tanto, abusar- de la mujer. Si hacemos una reflexión profunda sobre la estructura social por la que nos regimos, nos daremos cuenta de las desventajas con que la mujer tiene que lidiar cada día en todos los sectores de la vida cotidiana. El daño tan atroz que el machismo y el sexismo ejercen sobre la mujer no es nada nuevo. ¡Qué les voy a contar que ustedes no sepan o vean a diario! Pues bien, es esa estructura social basada en el patriarcado imperante la que sitúa al hombre por encima de la mujer y le da poder para permitirse -sin ser juzgado ni recriminado- determinadas actitudes de superioridad. Actitudes que en ocasiones son incluso premiadas y reforzadas. Y es esa estructura social la que hace que ese tipo de violencia sea considerada «violencia de género». El resto de violencias son violencias, y, como tales, censurables y punibles, pero no entran dentro del mismo marco heteropatriarcal y androcéntrico, y son consideradas «Violencia doméstica».

Hasta aquí lo entiendo, porque he llegado a comprender la necesidad de no desvirtuarlo, he llegado a palpar de cerca las particularidades especiales que demarcan esta ley. Pero no me vale acabar aquí y ya está. No me vale a mí tampoco como respuesta. Creo que se hace urgente una profunda reflexión de las realidades de violencia que se están viviendo. No podemos obviarlas porque son reproducciones alarmantes de las relaciones heteropatriarcales y heteronormativas. Que si bien no son consideradas de género, sí vienen provocadas por él. El hecho de que muchas lesbianas adopten y reproduzcan roles machistas y que muchos gays adopten los mismos roles de machoibéricos, con el fin en ambos casos de sentirse el «sexo fuerte» y dominar a sus parejas, es un gravísimo problema al que tenemos que dar respuesta (formación, ayuda social).

Desde mi punto de vista, la clave está en el género. ¿Qué es la transfobia si no una penalización a quien no respeta el género con que biológicamente ha nacido? ¿Qué alimenta al machismo y al sexismo si no la estructura social organizada alrededor del género masculino/femenino y sus roles? Les traigo aquí una muy buena reflexión de Beatriz Preciado:

No creo en la violencia de género, creo que el género mismo es la violencia, que las normas de masculinidad y feminidad, tal y como las conocemos, producen violencia.

Yo sí creo en la violencia de género porque la he visto muy de cerca. Y también creo que las normas de género por las que se rige nuestra sociedad son violencia en sí mismas. Y si bien es cierto que la lógica me lleva a ver clara la diferencia entre el alcance social de la violencia que un varón puede ejercer contra una mujer y la que una mujer puede ejercer contra otra; también considero, por un lado, que esta forma de llamarlo afianza los roles de género heteronormativos (hombre fuerte y agresor / mujer débil y sumisa); y, por otro lado, que si hablamos de género, no podemos hacer de la mujer un género. ¿No caminamos hacia la deconstrucción social del género?

Me encantaría leer sus comentarios ante un tema, cuanto menos, controvertido.