Tres analgésicos, tres antiinflamatorios y dos myolastanes diarios no son suficientes para paliar una contractura cervicotrapezoidal –este fue el último piropo que me echó mi médica nada más verme-.

Me levanto cada día para ir a dar clase a unos grupos cada vez más numerosos –una media de 30 a 32, hasta tal punto que en algunas aulas no hay sillas (mucho menos pupitres) para la totalidad-, cumplo un horario cada vez más cargado de horas lectivas, cobro cada mes menos que el anterior, me quitan la paga extra de Navidad, me tienen en un hilo sin saber si tendré derecho a casarme o a no casarme (lo que viene siendo a “elegir”) con mi pareja, en una incertidumbre por si nos quitan el derecho a inseminarnos o fecundarnos por la Seguridad Social y, por consiguiente, a formar una familia. Suma y sigue.

Me cambian por completo toda la metodología de trabajo. Los contenidos de las materias ya nada importan: la información está al alcance de cualquiera, no hace falta que se enseñe en la escuela. Un día presencié una reunión en la que un inspector nos dijo que si un niño quería ir de Tenerife a Rusia, no importaba si sabía el nombre de los países por los que tenía que pasar, ni sus correspondientes capitales; lo importante era que el chico fuera capaz de llegar. No sé si en el caso de una chica opinaría lo mismo o, por el contrario, a ellas sí tenemos que enseñarles al menos los ríos o los mares con los que se encontraría por el camino. Como no nos nombraba, pues no me enteré.

Wert para creer. La educación pública muere decapitada y tengo la sensación de que aún no somos realmente conscientes.

Conozco a jóvenes que este año no han continuado la carrera (y que no saben si podrán), porque las matrículas se han vuelto imposible de afrontar. Como yo, muchas personas no saben si podrán casarse y tener hijas. Tampoco sé si quiero o no. Me prohíben elegir. Si recortan mis recursos económicos y recortan mis derechos, recortarán mis alas y, por tanto, mi libertad como individua. Pero casi casi que hasta me planteo darles las gracias, porque, si por algún casual el feto viniera con malformaciones, me recortarían el derecho a abortar.

Nos prohíben, nos recortan, nos quitan, nos obligan…

¿Les aburre este post? Lo entiendo. A mí me ha causado una contractura cervicocriseidal que me tiene inmovilizada, boca arriba y mirando al techo, en donde veo cómo mi vida, mi estabilidad y mi futuro me caen encima. Pero, ¿cómo se me ocurre? ¿Con qué derecho me pongo enferma? ¿Cómo he osado? ¡Ingenua de mí! He pecado y estoy siendo castigada por ello: me quitarán el 50% de mi retribución los tres primeros días y el 25% del 4º día hasta el 20º.

¿Lo entiende ahora, doctora? No es una lesión muscular. Resulta que el miedo paraliza. ¡Nos están maltratando! Las noticias anuncian cada vez más víctimas de violencia de género, la prensa nos informa de un atentado en Igualdad (el arma del crimen: el ya conocido «recorte»), las muertes en las autopistas no bajan por conciencia y precaución, sino porque la gente se queda en sus causas para ahorrar y por miedo a las multas… ¡Insólito! Y, mientras, en las aulas, voy traduciendo las caras de mis alumnas y alumnos, agotadas, apagadas, cansadas y desnutridas en muchos casos, testimonios tácitos de una realidad familiar que es a su vez reflejo de un gobierno que nos está matando poco a poco… Aparto, dolorida, la mirada hacia mis colegas y tropiezo de lleno con el terror de sus rostros. ¡Esto es un atentado! Las calles están colapsadas de tristeza, aumentan los accidentes por desmotivación y los atascos de hambre colapsan los hogares. El cielo está contaminado; las nubes, negras. Llueve miedo e incertidumbre.

Nos manipulan, nos aterrorizan: juegan con nuestras necesidades primarias y, entonces, comenzamos a soportar, a ceder, a resignarnos…

Háganos un favor: ¡váyase usted, señor Rajoy! Y déjenos una tregua para descontracturar tanta desolación.